Alma Delia Murillo
12/05/2012 - 12:02 am
Patologías para todos: mamá invita
La historia que voy a contar es la de una familia muy unida, tan unida que nunca pudieron separarse. Unidos hasta la muerte: hasta la muerte de todas las posibilidades, hasta la muerte del yo. Carola es una santa madrecita posmoderna de tres hijos: Carlos, el mayor, de cuarenta y dos años. Carla de treinta […]
La historia que voy a contar es la de una familia muy unida, tan unida que nunca pudieron separarse. Unidos hasta la muerte: hasta la muerte de todas las posibilidades, hasta la muerte del yo.
Carola es una santa madrecita posmoderna de tres hijos: Carlos, el mayor, de cuarenta y dos años. Carla de treinta y ocho y Carolina de treinta y dos. Sería difícil elegir al más guapo y talentoso de los tres.
Carola se divorció cuando sus hijos todavía eran pequeños. Los niños se quedaron con ella, desde luego. Y los cuatro se juraron amor eterno.
– Siempre vamos a estar juntos. Les decía con una profunda convicción, quizá demasiado profunda.
Fue una madre amorosa y buena. Preocupada en todo momento por hacerles saber a sus hijos que eran brillantes, hermosos, especiales y únicos. Nacidos para conseguirlo todo, para ser felices como nadie.
Carlos estudió un MBA en el MIT de Cambridge, es decir: una maestría para administrar el dinero de otros siguiendo recomendaciones gringas. Con semejante título no le fue difícil conseguir los mejores empleos en México y tener los mejores salarios, los más excesivos, los que permiten pasear en un auto millonario y comprar trapos de cincuenta mil pesos. De esos salarios. De esas tarjetas, las doradas y las platinum, las que abren el mundo.
El primogénito mantuvo un historial intachable hasta que se enamoró –a ojos de su madre– de una que no lo merecía. Porque no había mortal que mereciera a ese semidiós que ella tenía por hijo. Y empezaron los problemas, los desencuentros, las crisis. A pesar de todo, el prodigio se fue a vivir con la mortal. A Carola no le quedó más remedio que aceptarlo y sonreír en todas las fotos.
Carla estudió Psicología, ejerció durante un par de años hasta que se casó con un mortal asalariado. Pronto llegó un bebé al que nombraron Carlitos y el pequeño semidiós se volvió la alegría de las reuniones. Era tan hermoso como todos en la familia, tan simpático como todos, tan adorado como todos, o tal vez más. Carla se esmeró por acercarse al estándar de madre ejemplar que conocía: siempre amorosa y complaciente, dispuesta a darlo todo, a ser amigable, tolerante y conciliadora.
Carolina, la hija menor, se convirtió en restauradora de arte y en la hippie de la casa. Libre, desapegada de lo material y viajera como ninguno. Su potencial hippie se desarrolló con un poco de ayuda: cada viaje le fue financiado por su hermano mayor y así ella pudo dedicarse a pulir el espíritu para ser desprendida y sensible ante la belleza de la vida. Admirable la espiritualidad de Carolina.
Tuvo un par de novios transitorios, ninguno que permaneciera más de un año, nada para preocuparse. Viajó por el mundo pero su base siempre fue la casa materna. Ahí volvió después de visitar Europa tan artística, después de estar en la India tan impresionante, de adentrarse en África tan conmovedora, de pasear por Sudamérica tan gozosa, después de andar por el mundo tan mundo: nada como volver a casa de mamá. Todas las veces.
Una mañana Carola despertó con el corazón desbordado. Tuvo un sueño: cientos de mariposas negras sobrevolaban una danza de ataque contra sus tres hijos. Sentía un dolor insoportable, una angustia que le partía el pecho. De pronto, como un milagro, aparecía una red gigante con la que ella hacía una cerca para protegerlos y cazarlos, para ponerlos a salvo de esos bichos aterradores y hostiles.
Supo que era una advertencia, un vaticinio. Su intuición nunca fallaba.
Las tragedias sucedieron en cadena, como un efecto de reverberación, como un llamado atávico. Carla anunció en un desayuno dominical que se divorciaría, no dio explicaciones, la decisión estaba tomada. Apretones de manos, estamos contigo, te apoyamos. Esta es tu casa, vente para acá con el bebé, para eso soy tu madre, para eso somos tu familia.
Hubo que hacer una ampliación en la casa para que estuvieran más cómodos. Todos felices.
Carolina regresó inesperadamente de un retiro espiritual en el Tíbet: estaba deprimida y en crisis vocacional, no sabía qué hacer con su talento. Abrazos, miradas comprensivas, tómate tu tiempo, para eso soy tu madre, tu habitación está intacta.
Y una tarde Carlos convocó a una cena familiar: se separaba de su novia, le dolía en el alma, pero no podían ponerse de acuerdo para vivir la vida. Estaba destrozado. Silencio, palmadas en la espalda, este es nuestro lugar, estamos juntos.
Nuevas adaptaciones a la casa. Casa útero. Casa que se cierra. Útero que aprieta. Habitaciones externas. Embarazos extrauterinos de cuarenta y dos, treinta y ocho y treinta y dos años de gestación.
Es temporal, dicen todos. Y veneran a la madre que los contiene.
Son felices como nadie: aquí está mamá.
Allá afuera está el mundo con sus mariposas horribles.
@AlmitaDelia
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